Un recurrente efecto de la escritura y de la oratoria, es el de
emplear tácticas enunciativas que pongan en falta al emisor hacia algo
abstracto, superior y profundamente interno, hacer sentir el llamado, crear la
estrategia de producción de la creencia, bajo un esquema de signos dispuesto de
forma tal, que la única forma de leerlos es leyéndose así mismo, personalizando
la señal. Más le vale a un religioso o a un científico ser reconocido como
profeta que como escritor, la realidad objetiva solo causa influencia cuando la
información se transforma en simbolismo. Para el religioso no solo es
importante contar una historia, ni para el científico es suficiente con un diagnóstico
de resultados, el sentido de los hechos develan un misterio, anuncian
tendencias o marcan caminos para actuar, como narrando una historia que se vive
en el mismo momento. Este poder es bien conocido por los sacerdotes y estudiosos
de las sagradas escrituras, es el poder que establece una matriz de creencias,
capaz de reproducirse y adaptarse al curso del tiempo. Para algunos lo apocalíptico no
es más que un estilo literario, estimulante y fuertemente adictivo, pero para
otros, la misma escritura es el objeto de la adivinación profética, porque
mientras se hace, se puede llegar a sentir que no es la razón, ni el
pensamiento de la persona la que lo hace, sino un espíritu que llega y
profetiza. como magistralmente terminó Gabriel Garcia Marquez en “Cien Años
de Soledad”
“Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros
centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once
páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a
descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía,
profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los
pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. Entonces dio otro
salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las
circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya
había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que
la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y
desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano
Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos
era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a
cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”
(Pág. 172).
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