Si se escribe sobre juegos debe haber un juego, y un juego por lo general,
no tiene la palabra juego. Los hexágonos del tablero se parecían cada vez más a
un mosaico con vacas, chagras, potreros y parches de bosque sin madera ni
animales, al verlo, Juan, hizo un ademán de una persona que hace un cálculo
frío, luego miro a su alrededor, Orlando había acabado de cosechar su chagra,
tenía madera, animales y plata, mucha plata, sabía que eran sus últimas cinco
acciones y que estaba a dos pasos de llegar a la tienda para vender el oro. A
su rastro, un río contaminado con mercurio había quedado. Juan y Orlando,
jóvenes leticianos, hijos de migrantes paisas y santandereanos, se habían
graduado del colegio de la Naval y esperaban hasta enero viajar a Medellín y
empezar estudios de ingeniería y contaduría pública. Eran amigos, amantes del
ajedrez. Juan llegó a la tienda, entregó el oro por cincuenta mil pesos, para
su familia estaba más que asegurada la ración de pescado, carne, yuca, plátano,
madera, y cacería, la llegada a casa prometía un festín. Al recibir el dinero,
sintió este un confort personal que provocó en Orlando el siguiente comentario:
“huy pero quien pidió pollo”. Y aunque una que otra vez se colaba un comentario
de preocupación por el estado del territorio, lo importante para Orlando y Juan
durante la partida fue tener comida en demasía, plata, y la sensación de gozar
de un nivel de vida acorde a sus expectativas, y al nivel del otro.
jueves, 21 de diciembre de 2023
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