Era 2
de noviembre. El frío helado del aire acondicionado penetraba la escaza ropa
que me había traído de Cancún. De reojo miraba las colonias y parajes de la
entrada a la ciudad de San Cristóbal. Los contrastes eran seguidos, casas de bloque
gris cercanas a bancos de arena, montañas, carros, gente. Bajé del autobús,
agarré la mochila, y estaba en una ciudad colonial, indígena y
turística, tal como la había visto en internet.
-¿Dónde
queda el centro? –Pregunté a una señora.
-¿El
centro de qué pues?
-De
la ciudad.
Señaló
con su mano una dirección, le agradecí, me di vuelta y un olor que no podía
identificar se apoderó no solo de mi olfato, sino de todos mis sentidos. Olvidé
por un instante mi afán de llegar al centro, las casas coloniales ya no eran de
colores vivos, sino de adobe desnudo o pintadas de blanco. En las calles no
había carros, sino carretas, asnos y caballos. Justo detrás de mí una multitud
iracunda perseguía a un indígena.
Agárrenlo!
–Gritaban.
Traté
de esconderme pero me fue imposible, la turba pasó tan cerca que creí me iban a
aplastar, pero ni siquiera me vieron. Busqué a la señora que tenía hace unos
segundos al lado pero no estaba. Las campanas de la iglesia sonaban, todo olía
diferente, a boñiga de caballo, a polvo seco, y a muerte. No sé porque me olía
a muerte, si no sabía a qué olía la muerte.
Atemorizado
caminé por las polvorientas calles mirando cada casa, cada persona, tratando de encontrar
una explicación a lo que sucedía. “Es dos de noviembre, día de muertos, todo debe
ser una celebración popular”, me decía tratando de escuchar algo que sonara
familiar, pero todo lo que veía era extrañamente ajeno e irreal.
Legué
a la plaza y la turba había agarrado al indígena y lo tenía amarrado. “Ladrón,
ladrón”, gritaban furiosamente, mientras lo golpeaban y desnudaban,
exhibiéndolo con sevicia. Traté de mantenerme aparte, pero mi
indignación explotó:
-“No
más, no más, déjenlo!”- Grité, pero nadie me escuchó, ni siquiera se percataron
que yo estaba ahí, al parecer solo era un testigo mudo, invisible a la
atrocidad que presenciaba.
San
Cristóbal no parecía ese pintoresco retrato que había visto en las páginas de
internet, sino a un polvorín, sucio y con olor a muerte. En ese momento recordé
a mis seres queridos, a quienes no vería nunca más, sino salía de ese limbo
indefinible del tiempo y la memoria en que había caído. Los lugares que
recordaba ya no estaban claros, ni siquiera estaba seguro si ese lugar era
realmente San Cristóbal, o cualquier otro del mundo donde las cosas ya no se
nombraban por lo que eran, sino por lo que se creía de ellas.
Poco
a poco fui desvaneciéndome entre la impotencia, la arena del suelo, el olor a
muerte y las campanas de la iglesia. Los gritos del indígena retumbaban en mis
oídos, el mareo debilitaba mi cuerpo y amenazaba con dejarme caer. Recordé la imagen
de una ciudad, con casas coloridas y turistas sonrientes por sus calles, con
indígenas vendiendo cosas y carteles que recordaban a los 43 que ya no estaban.
“¿Era San Cristóbal?”
Entonces
comprendí que ese lugar no era real, y las imágenes que lo vendían en catálogos
de agencias de viajes solo podían hacerlo con mentiras para atraer a personas
como yo, personas sin ningún interés en aceptar que el olor a muerte no solo es
algo conocido, sino es el propio olor y no se quita nunca.
“Es
noviembre, día de muertos”. Pensé
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