jueves, 27 de noviembre de 2014

Es noviembre.

Era 2 de noviembre. El frío helado del aire acondicionado penetraba la escaza ropa que me había traído de Cancún. De reojo miraba las colonias y parajes de la entrada a la ciudad de San Cristóbal. Los contrastes eran seguidos, casas de bloque gris cercanas a bancos de arena, montañas, carros, gente. Bajé del autobús, agarré la mochila, y estaba en una ciudad colonial, indígena y turística, tal como la había visto en internet.

-¿Dónde queda el centro? –Pregunté a una señora.

-¿El centro de qué pues?

-De la ciudad.

Señaló con su mano una dirección, le agradecí, me di vuelta y un olor que no podía identificar se apoderó no solo de mi olfato, sino de todos mis sentidos. Olvidé por un instante mi afán de llegar al centro, las casas coloniales ya no eran de colores vivos, sino de adobe desnudo o pintadas de blanco. En las calles no había carros, sino carretas, asnos y caballos. Justo detrás de mí una multitud iracunda perseguía a un indígena.

Agárrenlo! –Gritaban.

Traté de esconderme pero me fue imposible, la turba pasó tan cerca que creí me iban a aplastar, pero ni siquiera me vieron. Busqué a la señora que tenía hace unos segundos al lado pero no estaba. Las campanas de la iglesia sonaban, todo olía diferente, a boñiga de caballo, a polvo seco, y a muerte. No sé porque me olía a muerte, si no sabía a qué olía la muerte.

Atemorizado caminé por las polvorientas calles mirando cada casa, cada persona, tratando de encontrar una explicación a lo que sucedía. “Es dos de noviembre, día de muertos, todo debe ser una celebración popular”, me decía tratando de escuchar algo que sonara familiar, pero todo lo que veía era extrañamente ajeno e irreal.

Legué a la plaza y la turba había agarrado al indígena y lo tenía amarrado. “Ladrón, ladrón”, gritaban furiosamente, mientras lo golpeaban y desnudaban, exhibiéndolo  con sevicia. Traté de mantenerme aparte, pero mi indignación explotó:

-“No más, no más, déjenlo!”- Grité, pero nadie me escuchó, ni siquiera se percataron que yo estaba ahí, al parecer solo era un testigo mudo, invisible a la atrocidad que presenciaba.

San Cristóbal no parecía ese pintoresco retrato que había visto en las páginas de internet, sino a un polvorín, sucio y con olor a muerte. En ese momento recordé a mis seres queridos, a quienes no vería nunca más, sino salía de ese limbo indefinible del tiempo y la memoria en que había caído. Los lugares que recordaba ya no estaban claros, ni siquiera estaba seguro si ese lugar era realmente San Cristóbal, o cualquier otro del mundo donde las cosas ya no se nombraban por lo que eran, sino por lo que se creía de ellas.

Poco a poco fui desvaneciéndome entre la impotencia, la arena del suelo, el olor a muerte y las campanas de la iglesia. Los gritos del indígena retumbaban en mis oídos, el mareo debilitaba mi cuerpo y amenazaba con dejarme caer. Recordé la imagen de una ciudad, con casas coloridas y turistas sonrientes por sus calles, con indígenas vendiendo cosas y carteles que recordaban a los 43 que ya no estaban. “¿Era San Cristóbal?”

Entonces comprendí que ese lugar no era real, y las imágenes que lo vendían en catálogos de agencias de viajes solo podían hacerlo con mentiras para atraer a personas como yo, personas sin ningún interés en aceptar que el olor a muerte no solo es algo conocido, sino es el propio olor y no se quita nunca.

“Es noviembre, día de muertos”. Pensé