domingo, 28 de septiembre de 2025

Compañia de pie

 2008

Y al final de la onda encantada todo queda sentadito, al paso soportable de la existencia humana. Recuerdo cuando estaba en el ejército y mis lanzas me decían: “Eso fresco, que la mocha llega porque llega”. Ese chistoso teatril que es el servicio militar enseña una cosa a la maravilla: la paciencia. Uno cuenta los días cuando está en el ejército, uno llora y extraña a la mamá, uno se arrepiente de lo mal que se portó. Muchas conjeturas atrapan la cabeza del soldado desertado, que sabe a ciencia cierta que ese momento es perfecto para aprender muchas cosas de la vida. La mayoría vienen por el lado dialéctico del opuesto, donde todo se percibe como ilógico y estúpido, pero con el tiempo uno se da cuenta de que lo lógico e inteligente se encuentra en el proceso espiritual de la experiencia.

En las noches, recuerdo, en el alojamiento del batallón de logística en San Cristóbal Sur, Bogotá, abría el ojo y se escuchaban voces hablando dormidas, ronquidos y respiros silenciosos. Alguna vez soñé que un teniente nos chimbeaba la vida y me desperté gritando: “¡Mi capitán!”. Se templa el espíritu, y lo más bueno es que se afina el mamerto que hay en uno. Una cosa es volverse hippie así nomás, y otra cosa es serlo desde su opuesto: desde el lado del soldado que contempla, en majestuoso silencio, la comedia de la cual es víctima.

Ahora más que nunca recuerdo esa noche en que se hizo la retirada temprano y sin gritar. La alegría de todos los soldados por dormir seis horas fue inmensa y rebosante. A las 9:30 p.m. se apagaron las luces del alojamiento por primera vez desde que el contingente uno del uno había llegado a la Escuela de Logística. Todo arrullaba en hermosa armonía, hasta que a eso de las 12:30 a.m. se oyó una voz: “Compañía, de pie”. Era el sargento viceprimero Acosta, parado en su pedestal, dispuesto a impartir la más dura lección de aceptación: “El aseo ha quedado mal hecho”, decía. Por eso tuvimos que tendernos y hacer flexiones de pecho, enanitos y todas esas cosas que, para mi esquelético cuerpo, eran torturas.

Luego nos hicieron tomar con las manos los elementos de aseo y mostrarlos a los dragoneantes, que se jactaban con sevicia de vernos cagados del susto y con la piedra afuera. Más tarde, a las 12:30 a.m., hicimos una diana como si fuera la de las 4:30 a.m. Pasó de todo: nos sacaron a trotar y volvimos a la cama, pero de nuevo se escuchó: “Compañía, de pie”. Era la segunda diana, esta vez a las 2:30 a.m. ¡Qué cosa jijuemadre la que nos tocó soportar al Batallón de Instrucción Uno del Uno durante los meses de febrero, marzo y abril de 2001!




El crímen de Graciela Torres

La prueba evidenció cuántos días habían pasado desde aquel entonces. Las lágrimas aún reposaban sobre un frasco de cristal puesto en la mesa de noche. Los pelos de la víctima permanecieron agarrados a sus manos por cuatro días, tiempo durante el cual la policía demoró en entrar al apartamento y descubrir el cuerpo de Graciela Torres. Recibí la llamada de uno de mis colegas anunciándome el asesinato. “Otro asesinato más en este país”, pensé, sin siquiera haberme percatado de que Graciela Torres iba a tener tanto que ver con mi destino como detective. Tomé, como de costumbre, la pistola que había cargado desde mi ingreso al DAS y que nunca había disparado otra persona excepto yo —o por lo menos eso creí hasta esa noche— cuando llegué al apartamento de Graciela y me encontré con la noticia de que el detective que había sido llamado para investigar el caso era el principal sospechoso de asesinato; el calibre de la bala y los pelos encontrados en sus puños coincidían exactamente con los míos.

Ahora me encuentro en un calabozo especial del DAS en la investigación más grande de mi vida. Han pasado tres meses tratando, infructuosamente, de demostrar mi inocencia por medio de testigos y pruebas balísticas, pero el juez se empecina en mantenerme sospechoso sin atreverse siquiera a sentenciarme de una vez por todas. Realmente no supe qué pensar cuando me encontré de frente con el cuerpo de Graciela en tan extraña posición, cerca de la mesa de noche. Su rostro sí me resultaba conocido, pero no hasta el punto de poder reconocer quién era la víctima; a ese lugar era la primera vez que iba en toda mi vida. Hasta ahora no puedo entender cómo llegaron mis pelos a sus puños y las balas de mi pistola a su cuerpo. ¿Cómo desentrañar este enredo? Mañana tengo derecho a una llamada en horas de la mañana. Sé que los detectives intervienen los teléfonos, pero no importa: lo que tengo que decirle a Gustavo no tiene nada que ver con el caso, sino con otro asunto personal que estaba atendiendo cuando fui detenido por el DAS.

He trabajado en el DAS durante nueve años; hace dos meses fui destituido oficialmente y ni siquiera recibí notificación al respecto. Esos nueve años los he dedicado a la investigación de crímenes, principalmente de mujeres que mueren por amantes psicópatas o maridos celosos. No he tenido ninguna compañera durante los últimos cuatro años; prácticamente he vivido consumido por la investigación sin detenerme a pensar en la falta que me hace la compañía de una mujer. Recuerdo el primer día que entré a la escuela de detectives del DAS: se nos decía que el detective ejemplar era aquel que no se veía afectado por ninguno de los casos en los que trabajaba. De esa manera era posible reconocer cuerpos por más descompuestos que estuvieran, entrevistarse con familiares adoloridos y, si era necesario, abordar a tiros en cualquier instante al homicida de turno. Recuerdo perfectamente las palabras del coronel retirado del ejército que era director del DAS hace nueve años, el mismo que, después de terminado su servicio, fue asesinado por una de las prostitutas que frecuentaba en la avenida Las Américas.

Mis compañeros más cercanos se han mantenido alejados y han preferido dejarme solo por miedo a verse implicados en las acusaciones que recaen sobre mí. Por parte de mi familia solo recibo llamadas de mi madre, quien encomienda al Divino Niño que resista el juicio que se me viene. ¿Por qué tanta demora para sacarme culpable o inocente? No entiendo lo que pasa; hasta yo mismo me confundo cuando trato de sentar cabeza y escribir los pormenores anteriores a la noche en que fui detenido por un crimen que estoy seguro no he cometido. El cadáver fue descubierto cuatro días después del crimen. Ese día yo me encontraba comiendo, pensando sobremanera en Gustavo y su esposa; recordaba las muchas veces que juntos nos vimos implicados en los mismos problemas desde la infancia, problemas que yo siempre decidía resolver mientras él prefería evitar.

El carácter de mi mejor amigo y el mío era totalmente antagónico, hasta el punto de que él se inclinó por entrar a la Universidad Nacional a estudiar filosofía, mientras yo escogí ingresar al DAS. A pesar de eso, nunca dejamos de estar el uno cerca del otro y de compartir todas las experiencias que nos pasaban. Mañana tendré unos minutos para hablar con él y le quiero preguntar algo acerca de mi vida que estoy seguro siempre me ha callado. Pasó en una de las fiestas con los compañeros de su universidad: esa noche había mucho licor. Empecé a hablar con uno de ellos acerca de gustos y esas cosas; estábamos borrachos y nos salimos de casillas hasta el punto de insultarnos de tiras y guerrillos. Aquella noche desenfundé mi pistola y se la puse en la boca a este joven, quien obviamente quedó pasmado y mudo, sin decir nada. Su novia estaba al lado, gritando y aterrorizada; entonces la agarré a ella también y traté de besarla, hasta que sentí un golpe en la cabeza que me dejó tendido en el piso hasta el otro día, cuando amanecí en el apartamento de Gustavo todo lleno de sangre y sin saber qué había pasado. Gustavo ni su esposa me quisieron hablar; solo me recomendaron que tomara un taxi y me hiciera ver por un médico. Esa vez fue prácticamente la última vez que vi a mi amigo, que me retiró veinte años de amistad por tan violento accidente.