Semilla 7 (3.10 del 2007)
De esa ronda que se da por el pueblo, buscando lo que no se me ha perdido, por poco pierdo los dientes en un encuentro con unos ebrios aborígenes. Resulta que andaba por ahí, pensando en terminar las vacaciones de la papa, cuando unos cuatro de ellos me pidieron “la laita”, o sea, el encendedor. Les dije: Sorry, I don’t have a laita.
Reconocí entonces a varios de ellos. Uno había estado aquella noche tratando de conquistar a la chinita con canciones de Dimmu Borgir. Yo le dije: “¡I know you!”, y enseguida se paró y me dijo: Where are you from? Le respondí: “Colombia”, "I'm aboriginal". Luego me preguntó: Do you want to fight with me? Colocando su dorso desnudo y sus manos en posición de ataque. Le contesté: I don’t want,
Que llevó a a ese grupo de aborígenes a retarme? No lo sé, pero su posición temeraria hacia mí no me asustó, olía que estos adolescentes aborígenes eran nobles y que no me harían daño, supe que eran mansos, que estaban ebrios haciendo estupideces, eran adolescentes y jóvenes. Además, confiaba plenamente en la mano de hierro que había curtido colgando racimos de plátano en una granja en Tully, con Mohamed, mi compañero de trabajo, un paquistaní que un día me defendió de unos australianos que también querían darme en la jeta.
Nací y crecí en uno de los países más peligrosos del mundo. Fui presa de atracos y peleas callejeras, encañonado alguna vez por los paramilitares. Cómo temer a la fuerza bruta de unos pobres confundidos, a quienes solo la compasión devuelve lo que la historia les arrebató.
Todo eso sucedió porque me tomé dos tazas de sopa, una sopa con banano verde inspirada en sopas de las tierras de Colombia. Y para bajar tan delicioso manjar, salí a dar una vueltica, a encontrar —una vez más— lo que no se me había perdido.